



Actualizado el 08 marzo 2015 por Justa
VIVIR PARA VER
Justa Gómez Navajas
En marzo se habla mucho de la mujer, con motivo de la celebración del día de la mujer trabajadora. No deja de ser una redundancia, un pleonasmo, hablar de mujer trabajadora. Exceptuando alguna que vive del cuento, toda mujer lo es. No está de más dedicar un día expresamente a la mujer y hacerlo en todo el mundo. Sin embargo, hay algo que empaña esta celebración. La prensa informa de que aumenta la brecha salarial entre hombres y mujeres, que siguen padeciendo más la precariedad laboral. Las mujeres, en general, cobran menos que los hombres – a menudo por tener que trabajar a tiempo parcial para ocuparse de los hijos o de las personas mayores a las que cuidan. Cotizan menos y a muchas les quedará el día de mañana una pensión escasa.
Las mujeres son todavía hoy, en muchos sitios, víctimas de la ablación o mutilación genital, de abusos, de vejaciones, de trata, de explotación laboral. Y la supuesta liberación de la mujer pasa a menudo por una duplicidad de jornada laboral, dentro y fuera de la casa. En algunos países, las mujeres son obligadas a casarse, no pueden estudiar, ni conducir, ni vestir libremente y deben ir completamente tapadas para no dejar ver, ni entrever siquiera, su cuerpo. Y muchas, por desgracia, a nuestro pesar, sufren la violencia cobarde de los que no saben quererlas y mueren asesinadas por quien un día les prometió amor eterno.
Se celebra el día de la mujer con actos reivindicativos de sus derechos, que aún siguen resultando necesarios. Pero lo que desea cualquier mujer es ser respetada, no ver ultrajada su dignidad, no ser valorada meramente por su físico, sino por su valía profesional; no verse obligada a ser madre de hijos con malformaciones, si cree que eso sólo añadirá sufrimiento a la vida de su futuro hijo y a la suya propia. Ser madre es algo demasiado grandioso como para serlo a la fuerza. Mejor que dedicar un día a las mujeres es dispensarles permanentemente la atención y el cariño que merecen. Es ayudarles en la casa. Es dejarles que sean lo que quieren ser y lleguen tan lejos como quieran llegar. No es sólo permitirles que alcancen puestos de responsabilidad por cuota, para rellenar el cupo femenino, sino por sus propios méritos, aunque, de no ser así, en muchas ocasiones, aún sería difícil que las mujeres ocuparan determinados cargos de relevancia en la sociedad. No deja de resultar desalentador que en el siglo XXI haya que seguir abogando por el reconocimiento de los derechos de la mujer. Mucho se ha avanzado, pero mucho queda aún por conseguir. Es preciso acabar con todo tipo de discriminación, con todo lo que invisibilice a la mujer y la relegue o infravalore. Hay que seguir luchando para que en todo el mundo se trate a las mujeres dignamente. Cansa a estas alturas reivindicar lo obvio: que la mujer es igual al hombre en derechos y no un ser inferior, ni la costilla desgajada de Adán.
Quizás todo sería más fácil si los hombres pensaran en quien los llevó nueve meses en su seno, los trajo al mundo y los crió. O recordaran la frase de Antonio Machado: “Dicen que el hombre no es hombre mientras no oye su nombre de labios de una mujer”. Pero no se puede querer a quien no se respeta. Hay que empezar tratando como igual a quien lo es. Quererla será el siguiente e inevitable paso que darán quienes descubran que detrás de cualquier mujer hay un ser humano al que la naturaleza ha hecho fuerte, como quien tiene que demostrar a diario lo que vale, como para aguantar dolores de parto o sacar adelante a su familia. Y al cariño se unirá, necesariamente, la rendida admiración y el agradecimiento hacia tantas mujeres que hacen del mundo un lugar más acogedor y luminoso, mientras hacen perder la cabeza a más de uno, a la vez.
El 8 de marzo es el día de toda mujer que lucha por comer de su trabajo y sale a la calle a diario a buscar el pan, a echar horas sin mirar el reloj. Y también de las que trabajan en la casa, sin descanso y sin sueldo y, a menudo, sin reconocimiento. Y es el día de todos los que las apoyan en su batalla permanente, nunca terminada de librar, por la igualdad, sin mermas ni cortapisas, y por su libertad. Como en los versos de Agustín García Calvo, “libre te quiero,/como arroyo que brinca/de peña en peña”. Que así sea, definitivamente, algún día, en todos los lugares de la tierra.
Actualizado el 15 noviembre 2010 por Justa